SEMINARIO ERRANTE JUNIO 17. Por Enrique C.
Retomo con las cuestiones que mi colega Digmar me hacía en la última reunión; allí y a raíz de lo que comentábamos sobre La interpretación, en cuanto al plus de sentido, Digmar se preguntaba, leo literal: “acerca de la última fase de la sesión de psicodrama que ustedes realizan: la devolución. ¿No sería esa intervención, interpretación, devolución, que realiza el co-terapeuta, un rebalse de sentido? Más aun viniendo de otro, ni siquiera del analizante”.
El sujeto ya ha sido cuestionado en la representación. Alargar la sesión con la devolución es ir contra el tiempo lógico, donde el corte en la representación funciona como interpretación.
Rápidamente le respondí alguna cosa, efecto de la inmediatez de las redes sociales; pero sus cuestiones no fueron baladís y en ese sentido creo que requieren algo más de reflexión.
De entrada me sorprenden dos cuestiones: “que ustedes realizan…”, me sorprendió, el “ustedes”; nosotros somos los psicodramatistas freudianos y yo pensaba que él también, pero hay cierto desmarque, también y en este mismo sentido más adelante se habla de un otro, el observador, y dice “ni siquiera es el analizante”; al releerlo siento que al animador y al observador se les coloca como en dos niveles diferentes; pero ambos son analizantes y si se me apura yo te diría que el verdadero analizante es el observador. Pero en cualquier caso ambos desempeñan una función que no un rol. Adriana De Bergallo tiene un artículo sobre esta cuestión.
Pero su observación como dije no es baladí para mí. La escucha-observación es una cuestión que me interroga, sino tanto desde la técnica si desde la fundamentación teórica.
Llegado un momento, una voz desde su mudez recitará un texto ajeno, texto que se ciñe a la literalidad de lo dicho y que debe producir efectos de sorpresa, no solo a los participantes sino también al animador, y si se me apura también al observador; efectos de lenguaje que desordenarán, u ordenarán, el material jugado para cada jugador, portando alguna “chispa” de esa hoguera que anteriormente armó el animador.
Entonces, primeramente, preguntémonos que significa escuchar. ¿Escuchar frenéticamente todo lo dicho?, ¿repetir de manera mecánica, las frases pronunciadas con el simple objetivo de interrogar las afirmaciones?, ¿artificiar ingeniosos juegos de palabras?, ¿por qué los interrogantes van en la dirección del que habla?, ¿por qué no preguntarnos por el saber del que escucha?, ¿qué pasa del “otro lado”, más allá del espejo?
Recordemos a Freud: “El Yo es pues disociable: se disocia en ocasión de alguna de sus funciones, por lo menos transitoriamente y los fragmentos pueden luego unirse de nuevo. Allí donde se nos muestra una fractura o grieta, puede existir, normalmente, una articulación. Cuando arrojamos al suelo un cristal, se rompe, más no caprichosamente: se rompe con arreglo
a sus líneas de fractura, en pedazos cuya delimitación, aunque invisible, estaba predeterminada por la estructura del cristal”.
Nosotros podemos asimilar estos pedazos del cristal a las palabras que se producen en el grupo. La función del observador sería no la de reconstruir el cristal roto, a la manera de un rompecabezas, sino, contrariamente, a partir de estos fragmentos, que son lo real del discurso, develar sus articulaciones, la traza invisible de los significantes que lo estructuraron como discurso, haciéndolo transparente a quienes hablando o callando lo construyeron sin ellos saberlo.
Cuyo primer efecto, repito, será el de sorprender, tanto al que escuchó lo dicho como al que dijo lo escuchado. Sin la sorpresa la Función no funciona.
Entonces, no vendrá dado esperar una respuesta unificadoramente armonizante, del orden de las que el espejo devuelve en forma de imagen reflejada, sino todo lo contrario. La respuesta no es colmadora o calmadora, completadora, sino que interroga allí donde se espera una satisfacción, “desarticulando el discurso estructurado desde la comprensión alienadora”, nos dice O´Donnell.
Digmar habla de tiempos lógicos; la escucha-observación se ubicará entre el momento de escuchar y el momento en que la memoria inconsciente opera. En efecto, a partir de la escucha del discurso por parte del observador, hay un momento en que en el “aprés coup”, aquella sorpresa ocurre: en ese instante, la escucha-observación se ha constituido. “Ver, comprender y concluir”, dice Lacan.
Y de nuevo aquí la mirada.
El escucha-observador debe escapar a la mirada, porque esta funciona como cómplice de un yo a otro yo, y una mirada cómplice obtura el discurso.
Entonces, según Lacan, la mirada induce tres etapas del discurso:
El instante de ver
El instante de comprender
El momento de concluir.
Nosotros, pienso, podemos tomar este esquema como marco de referencia para la observación. Es desde ahí, desde donde se puede organizar la escucha y la mirada del grupo. Siendo, en los dos primeros momentos, el observador quien mira y estando, al mismo tiempo, no incluido en el discurso.
En el primer instante se plantea qué ver y escuchar, a partir de esto es que se anota las palabras que comienzan a circular.
El segundo momento podríamos pensarlo como el retomar los significantes en un intento de relacionar y no de explicar.
En el tercer momento, el de concluir, cuando se es objeto de las miradas del grupo, se devuelven esos significantes, en un aprés-coup que permite, al observador, hacer una formulación más interrogatoria, que lleve al participante a interrogarse sobre sus deseos.
Aquí el observador es percibido por los miembros del grupo, pero también por el animador. Siendo un garante “más allá del espejo” de la palabra del grupo, es el lugar del otro testigo. El escucha-observador se erige en el garante de la estructura. Es la terceridad ya que el grupo es el lugar del Edipo, el lugar de la precipitación en la castración.
Otra de las ventajas, a mi modo de ver, surge con respecto a la representación en sí. En muchas situaciones se corre el peligro de que la escena a dramatizar sea armada desde el paciente para satisfacer un deseo del animador, así como un deseo exhibicionista del paciente.
Aquí surge una vez más, el observador, como el excluido en la lucha (edípica) obstaculizando la satisfacción y precipitando a los miembros al lugar de la castración simbólica, en la que él también se halla incluido.