PSICODRAMA Y PAREJA . Enrique Cortés
Podemos considerar el vínculo como un juego de a dos (un interjuego), donde cada cual pone en funcionamiento una serie de patrones adquiridos a lo largo de su historia. Roles que en realidad son formas de respuesta aprendidas para sostener la ilusión de una seguridad en el vínculo, pero tienen por contrapartida que en su rigidez, dejan fuera la espontaneidad, es decir, el deseo.
El vínculo está al servicio del deseo y la necesidad, un par que no está radicalmente separado. El grado de libertad que poseemos a la hora de elegir (el deseo) está condicionado por la esclavitud que nos impone el miedo a no cubrir nuestras carencias afectivas básicas.
Estamos sujetos a secretos patrones de relación que en su fondo están motivados por carencias afectivas, de tal manera que, a menudo, tenemos que optar entre el cumplimiento de un rol que nos da seguridad y el sacrificio de la libertad. Elegimos la “seguridad” del rol y renunciamos al deseo. Este es el drama que nos atrapa, pues en ese resguardo de la vida donde pretendemos asegurar la relación con el otro, ahogamos la vida.
La intensidad con la que cada cual se aferra a esos modelos de relación para intentar tapar su propia falta, para cumplir con su ideal o mantener un tipo de vínculo, es fuente de los conflictos de pareja. Los atrapamientos que sufrimos en la relación se deben a nuestros propios empeños de reproducir determinados patrones inconscientes determinados por nuestra historia. En estos circuitos de repetición vamos a cargar al otro con el peso de nuestras propias demandas y su satisfacción, pidiéndole a quien no es lo que no puede darnos. En contrapartida, cargamos al otro con la culpa de nuestra insatisfacción, negando que en el fondo somos nosotros mismos quienes hacemos más grande la herida de la que nos quejamos todo el tiempo y en última instancia, de nuestro propio miedo a elegir.
El psicodrama es un espacio donde ponemos a jugar la relación y fruto de ello quedan al descubierto esos roles que cada cual desempeña; unos roles que si bien a veces posibilitan el encuentro con el otro, también son fuente de intensos desencuentros.
Poder ver que ese otro con el que peleamos es en realidad un anudamiento de las viejas heridas de mi historia es un punto importante que libera la relación de ciertas cargas y permite, cuando nos podemos apropiar de la demanda imposible que lanzamos al otro, que el patio de la pareja esté más aligerado y disponible para el amor.
En definitiva, se trata de poder pasar de uno modo de relación presidido por el empeño en ser todo para el otro (o que el otro sea todo para mí), a una relación donde pueda existir la falta y la diferencia.
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Del… “Quiero que seas solo para mí”.-
Quienes nos dedicamos a atender a aquellos se acercan con malestares respecto de sus parejas, escuchamos a menudo en el fondo mensajes del tipo:
“Si me amas sálvame, cuidame, protégeme, nútreme, conviértete en ese auxiliar que tiene la capacidad de leer mis necesidades más allá de lo que yo puedo hacer y que tiene el poder de cubrirlas sin que ni siquiera tengan que que ser formuladas en palabras”.
Imperativos todos ellos que caen sobre el otro como yugos mortales obligándole a responder sí o sí como se espera. La pulsión obliga y pone al otro contra las cuerdas. Dentro de nuestra lógica particular, perfectamente justificada, tenemos motivos de sobra para argumentar nuestras locuras de amor, para hacer esas demandas imposibles y establecer escenarios donde el otro responde idealmente como necesitamos. Sin embargo, esos juegos secretos que terminan obligándome u obligando al otro a jugar de determinada manera no son más que grilletes del deseo. En desempeño de ciertos roles para hacernos sentir seguros tiene el alto precio de hipotecar la espontaneidad y la libertad en la pareja.
En el “cubrir mis necesidades en pareja”, hay una condición implícita, que ambos miembros participan de las mismas necesidades, independientemente del rol que desempeñen de cuidador o de receptor de cuidado: ambos se funden con un solo objetivo en protegerse de su miedo a la vida. Son dos niños abrazados y aterrados para quienes vivir es peligroso, de tal manera que ante un mundo que les muestra su falta prefieren cerrar los ojos en un abrazo ilusorio que les protege. Para borrar todo atisbo de aquello que incomoda hay que reducir las diferencias, creer que somos uno, aunque esto sea al precio de la alienación y muerte del deseo. En general intercambian el rol fácilmente, pero puede ser también que uno nutra y el otro sea nutrido. Esa relación donde ese otro forma parte de vínculo es tan estable en el tiempo como desvitalizador. En ocasiones, la enfermedad se convertirá en el aliado necesario para sobrellevar la fragilidad y la rigidez que alimenta su unión. La vejez psíquica y la muerte cotidiana son el precio de la seguridad. La ilusión, la alegría, la libertad estarán ausentes en este páramo de rutina existencial.
Así pues, los encuentros amorosos son en parte reencuentros con los misteriosos lazos que nos unen a nuestros primeros objetos de amor: la madre, el padre o los hermanos. Ese amor de hoy tiene los ecos del pasado.
Las parejas se establecen en éstos términos donde cada cual busca en el otro diana para sus amores y desamores internos, para sus propias heridas y sus ideales. En el encuentro amoroso estamos dominados por modelos de relaciones afectivas que forman parte de nuestro mundo emocional y que se construyeron en nuestra infancia.
Cuando amamos a alguien nos aferramos a él, creamos una imagen de su persona que corresponde a fantasías y deseos que anhelamos realizar. Imágenes de amor, pero también de odio o de angustia sino responde a lo que deseamos.
Todas estas representaciones, a las que está vinculada nuestra persona amada, forman parte de ese amado que vive dentro de nosotros, un ideal.
Las identificaciones con los padres actúan en forma inconsciente:
Por un lado, elegimos al otro por secretos códigos que en realidad no son casuales, sino que siguen los caminos inconscientes guiados por rasgos que en realidad persiguen los ideales anudados a las figuras parentales.
Por otro lado, las demandas que realizamos ese otro con el que nos encontramos, son demandas no satisfechas en la infancia. Pedimos al otro que nos cure nuestra herida, que nos proteja, que nos mire de determinada manera o tenga ciertas atenciones que en realidad pretenden ser bálsamo para nuestros anhelos más primitivos. Precisamente esto es lo que explica el enceguecimiento recíproco de los esposos acerca de sus motivaciones. “Son víctimas de una historia que prosigue”.
Hacemos viejas demandas al otro, aunque no somos conscientes de que que en realidad, son la misma canción siempre, la misma letra con distinta melodía. Las creemos nuevas porque es en el ahora, con ese otro de la pareja donde se manifiestan y se ven justificadas.
Los ideales, conscientes e inconscientes, que tiene cada miembro de la pareja, se vienen a manifestar cuando se participa en un grupo terapéutico.
Ambos miembros de la pareja esperan que el otro les llene su falta, ilusión recíproca que anula la castración. Pero la vida cotidiana diluye las falsas apariencias y tarde o temprano nos pone delante la frustración de nuestras esperanzas, llevándonos al encuentro con lo que no puede ser, pues el otro no es quien espero. Es en ese punto que llega la queja y la pelea: “porque yo quiero de tí y tú no me das”… “porque yo busco a quien no eres”, “porque me empeño en que te conviertas en quien espero”…
Como dice Freud: “se ha perdido un objeto pero no se trata del mismo… se trata de la repetición de un primer placer desaparecido y que es nuevamente buscado”. Esta reivindicación de amor se dirige hacia la pareja y lo hace a veces con tal ceguera y de forma tan imperativa que no permite opción más que su cumplimiento.
Es ahí donde se da la ceguera en el amor, en ese ideal perseguido que me lleva al empeño de encontrar a otro que no es quien tengo delante y me obliga a negar lo evidente.
La rigidez con la que me empeño y la ceguera con la que no quiero ver que el otro no es quien yo quiero que sea, será el motivo de los enganches de pareja.
¿Qué ocurre si no en los casos de maltrato?, donde a pesar de que el otro me daña yo sigo creyendo en que cambiará, que se transformará en ese que fue prometido y al que secretamente espero. Mientras tanto, la ilusión convive con los golpes. La necesidad de cumplir con ese ideal interno lleva a veces a sostener lo que no puede ser y obliga a una ceguera peligrosa.
Pero frente al empeño, existe una posibilidad de un amor con los ojos abiertos, un amor que no niegue las diferencias y libere la posibilidad de elegir…
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Al…”Te propongo que entiendas que soy diferente”.
Frente a esa pulsión interna que empuja a agarrarse al otro idealizado negando la realidad, está el amor que acoge la diferencia.
Está la posibilidad de entender que el otro no va a darme lo que espero (al menos de la manera en que espero), que el otro tiene deseos que son diferentes a los míos y que eso no tiene por qué amenazar el amor ni el vínculo sino que puede enriquecerlo, nos hace poder estar en el espacio de pareja más libres de ciertas cargas que ahogan.
Para ello, es necesario que cada cual pueda hacer una cierta renuncia pulsional: es necesario dejar de querer atrapar al otro para calmar las propias angustias y atreverse a navegar en la inseguridad de la vida sin agarrarse demasiado a ilusiones.
El otro no puede calmar lo mío, porque incluso cuando por un momento parece hacerlo, al instante siguiente aparece la sombra de su marcha y de nuevo aparece la inseguridad.
Los roles son una manera de escondernos de la vida, patrones fijos de respuesta que hemos desarrollado para encajar. Pero la vida no tiene encaje, está hecha de pura falta ante la que en cada momento hay que reinventarse. Y para ello, no me valen las repeticiones, sino la creatividad de una respuesta que varía cada vez: la espontaneidad.
Sólo en ese terreno de un amor que no ahoga es que puede crecer el deseo. Sólo en ese terreno donde no se tiende a lo igual y donde hay espacio para lo diferente dentro del vínculo es que el buen amor puede crecer. El deseo es por lo tanto, una invitación a la diferencia y a la complejidad.
Nos acercaremos al concepto de rol, como construcción impregnada de historia. ¿Cómo ser hombre o mujer?, ¿cómo estar en pareja sin morir en el intento?
Ser hombre o mujer para cada cual está constituido por una macro-historia de cada época, cada lugar y cultura, dentro de una matriz histórico-social. Pero también es una construcción que se impregna de microhistoria, nuestra historia familiar construida mucho antes del nacimiento de cada uno de nosotros, cargada de expectativas, de ilusiones, valores pero también de inhibiciones, inseguridades y prejuicios. Una historia que está condicionada por lo que escuchamos, por lo que vemos y lo que imaginamos… por aquellas claves que venidas del otro, hemos recogido para respondernos a la pregunta de: ¿cómo estar con el otro?.
Como resultado de nuestro crecimiento entre ambas matrices (macro – micro historia), hemos construido nuestro propio concepto y también el de pareja, de tal manera que esos vínculos a partir de los cuales nos hemos ido construyendo también marcarán los límites de lo que hemos podido aprender y de lo que no. Somos individualmente o en pareja, aquello que nos permite nuestra experiencia, de manera que hay registros que tenemos a nuestra disposición pero hay otros que no hemos podido integrar simplemente porque no han estado a nuestro alcance (o también, tal y como decíamos antes, porque nuestra ceguera nos ha llevado a rechazar).
El grupo de psicodrama nos da la oportunidad de entrar en contacto con otros sistemas de pareja, con otros registros y desde ahí, poder abrir la rigidez con la que nos apegamos a los roles particulares de la vida de a dos.
Shakespeare, en una metáfora de la dramatización, dijo que “el mundo es una escena y los hombres y mujeres son meros actores” lo que supone poder redefinir las conductas y las expectativas fijas de nuestras relaciones con los otros.
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Es en el psicodrama donde muy claramente se ve cómo el matrimonio busca una continuidad en su historia, cómo inconscientemente repiten la relación de sus padres. Incluso cuando se oponen a ello, inconscientemente los imitan. Será a través del matrimonio como intentarán realizar los deseos reprimidos de la infancia.
El psicodrama vendrá a revelar las conductas ciegas basadas en los deseos parentales, es decir las identificaciones y las repeticiones. ¿Cómo? Mediante la representación, que es una puesta en escena que permite desplegar los imaginarios particulares que juegan secretamente en la relación. La escena permite descubrir y hacer presentes los afectos que están en el fondo del conflicto de pareja.
No olvidemos que el psicodrama freudiano parte de un grupo imaginario. Esto quiere decir, que permite que cada cual pueda desplegar su subjetividad, las condiciones imaginarias con las cuales está jugando en el patio de la pareja. Gracias a la posibilidad del cambio de rol, casi una regla en los grupos de parejas, se manifiesta con absoluta claridad el deseo inconsciente del sujeto, ya que sólo desde el lugar del otro uno puede admitir lo que secretamente le mueve.
Ese deseo se formula a través de una demanda que se le lanza al otro así como a través de la imagen que el sujeto proporciona del otro, que no es más que lo que el sujeto desea y no se atreve a ser, es decir, el personaje paterno, materno o fraterno, eje de sus identificaciones.
En la medida que podemos ayudar a ir poniendo límites a las aspiraciones imaginarias de cada cual, que dificultan la relación en la realidad, es que podemos ir deshaciendo esos atrapamientos con el otro y permitiendo que el patio de pareja esté menos contaminado por las demandas imposibles.
El grupo de pareja permite precisamente esto, que al jugar públicamente los juegos íntimos, éstos pueden ser puestos en jaque. Los otros del grupo funcionarán todo el tiempo como espejos que confrontarán las imposibilidades y señalarán el camino de otra forma de relación más pacificada donde no pedimos al otro lo que no puede ser. Y lo hacen, no porque no tengan sus propias dificultades, sino simplemente porque no son las mismas que las mías. El hecho de que el otro no esté atrapado en el mismo surco de repetición que yo, le permite ver lo que yo no veo y desde ahí, señalarlo…
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Pondremos un ejemplo de cómo proyectamos en el otro nuestras peleas con nuestros propios personajes internos, que engancharán fácilmente con ese otro de la realidad que es nuestra pareja.
Joan y Carmina son una pareja que asiste al grupo junto con cinco parejas más. En esta ocasión Joan cuenta su enfado con Carmina, por lo visto es una situación que se repite.
- No hay manera de hacer las cosas a su agrado. Llego antes a casa y pongo la mesa, hago la comida mientras ella llega… entonces siento que me recrimina, algo pasa por dentro de mí porque me siento furioso y tengo que explotar. No entiendo su comportamiento…
- Es algo totalmente exagerado, tan solo le hice un comentario sobre algo de los cacharros de la cocina, que estaban todos por ahí desordenados.
- Pero es que no ve todo mi esfuerzo…Ella llega enfadada y me arremete. No es la primera vez que ocurre, yo me siento impotente…
- Terapeuta (dirigiéndose a Joan): más allá de lo que realmente ocurrió yo lo que veo es que como tú dices, hay un sentimiento de impotencia que tiene un efecto de furia descontrolada. En realidad ¿Qué es lo que te hubiera gustado recibir por parte de Carmina?
- Joan: Reconocimiento y apoyo.
- Terapeuta: Intentemos salirnos de esta situación concreta, ya que tú dijiste que es una situación que se repite. Veamos dónde te puede llevar esa necesidad de reconocimiento y apoyo.
- Joan: Una vez me vi obligado a pelearme, yo siempre me mantenía alejado de las peleas, el otro era más duro que yo, pero a la distancia corta yo le podía, entonces pude cogerlo y tirarlo al suelo. Cuando la pelea había terminado fui a contárselo a mi padre y él me dijo que no sabía pelear como un hombre, también recuerdo que entonces estaba mi hermano delante.
Como vemos, el conflicto de pareja lleva a Joan, por asociación a otra escena, que será representada. ¿Por qué representamos ésta y no la otra? En realidad, podría haber sido así, y probablemente podríamos haber llegado al mismo punto. Pero poder sacar el conflicto de los cauces habituales ayuda, como veremos a ganar perspectiva y a poder ver que ese otro con el que nos peleamos, es en realidad un espejo que agarramos de la realidad para continuar nuestras particulares repeticiones.
En la representación, Joan va a elegir a una mujer para que haga el papel de su padre (porque dice sentirla fuerte) y un hermano que no interviene. En el cambio de rol (haciendo Joan de su padre), le dice al yo auxiliar que no sabe pelear como un hombre y este le responde que es mucho más hombre que él.
Cuando vuelven a ocupar cada uno su papel y Joan se coloca frente a frente con su padre, le dice que nunca lo ha reconocido, que nunca ha sentido su apoyo. Justo en ese momento recuerda que al aprobar las oposiciones, las palabras de su padre fueron: “yo siempre he confiado en ti”.
Joan se ha dado cuenta que ha estado toda su vida esperando ese reconocimiento por parte de su padre, pero lo más curioso es que cuando lo tuvo no quiso escucharlo, prefirió seguir peleando (también con su mujer) a sentirse superior a él. Como vemos, hay otra verdad que Joan no quiere aceptar: su padre era para él muy poco hombre en comparación con su tío (tal vez por eso eligió a una mujer del grupo para que hiciese ese papel).
¿Por qué no se permitía sentir el reconocimiento de su padre? ¿Por qué prefirió mantener su reivindicación insatisfecha?
- Joan: “yo intentaba ser el más bueno, lo tenía todo en orden (precisamente esa es la queja de su mujer, el desorden en la cocina), mi cuarto limpio y no como mi hermano que era un desastre. Mi madre venia y me decía que era muy bueno que estaba muy contenta conmigo”.
Joan se sentía el preferido de su madre y a su padre muy poco hombre, comparado con el hermano de su madre, lo que le dejaba un papel privilegiado en la casa, deseo que le angustiaba y que le llevaba a la compulsión, como él dijo: “a tener que pelear para demostrar que no lo hacía como los hombres”.
Al finalizar se le da la palabra a Carmina, que dice que en realidad siempre tenemos historias que nos arrastran y que acabamos pasándoselas al otro.