Podríamos decir, que el ser humano, se hace humano en la medida que juega, pero, además, a diferencia de algunos animales, que también juegan, somos conscientes de ello.
Nosotros pensamos que el juego constituye y es la base de la subjetivación. El juego en el psicodrama es el lugar dónde la sublimación proporciona al individuo el poder encontrar placer en la modificación del “estado de cosas”, que es en sí la esencia del juego. Por eso en tanto social, el individuo es alguien capaz de experimentar placer en la fabricación de un objeto, en hablar con otro o en ver una película.
El juego está ahí, en la calle, en los medios de comunicación, en la consulta del psicoanalista, de niños o de adultos, en nuestro día a día, en nuestra vida interna y en la social. El juego es algo muy serio y no es cosa de niños.
Ante la angustia que nace y se origina fundamentalmente de la misma vida, de la vivencia de indefensión y desamparo, de no sentirse sostenido, de no tener dónde agarrarse… el hombre puede reaccionar defendiéndose de dos maneras:
Persiguiendo certezas, buscando verdades que den sentido a su existencia en el mundo, con búsquedas recurrentes de teorías que le reafirmen; o bien, de otro lado, la angustia puede ser generadora de creatividad y motor de desarrollo psíquico. Y al aceptar convivir con la angustia, la creatividad surge como posibilidad de explorar nuevas realidades.
En el momento en el que nos ha tocado vivir, nos encontramos con una ausencia de lo lúdico, donde la técnica suprime al juego, causando la pérdida de la libertad creativa y la necesidad de controlar el futuro. Y al no poder obtener ese control, se vuelven intolerables los momentos de incertidumbre, y la necesidad de certezas acerca de lo que uno está realizando limita la capacidad de generar nuevas propuestas. El mundo carente de su carácter juguetón hace sospechosa la alegría.
Rescatar el juego, productor de goce y generador de creatividad, admitiendo la incertidumbre como algo ineluctable de nuestra vida, es nuestro objetivo.
Cuando el adulto deja de jugar, decía Freud, lo hace solo aparentemente, ya que renunciar a la ganancia de placer que obtenía del juego no es cosa
fácil para el hombre, y lo que hace en realidad es una especie de sustitución, permutar una cosa por otra. Entonces, cuando cesa de jugar el adulto fantasea, con lo cual no deja de jugar nunca.
El juego del fort-da, ha servido de guía para comprender cuál es el sentido fundamental del psicodrama. El juego del fort-da, nos hace ver que lo importante del juego no es el juguete, el objeto, sino lo que este posibilita, ahí está la creatividad, el poder transformar la realidad, el poder hacer algo con el mal estar implícito de la realidad.
Jugar, y proporcionar esa posibilidad, a mi entender, es mucho más importante que el interpretar, porque ahí es donde el paciente se va a sorprender a sí mismo, dónde se va a dar su propia respuesta.
El juego y el psicodrama como forma de juego, no solo es creativo y espontáneo sino también curativo.
En ese sentido entiendo cuando Freud dice que: el drama trata sobre el penar, en tanto que lo que se busca con el sujeto en el drama es mostrarle un conflicto que hasta entonces parecía velado, pero que, bajo el influjo identificatorio permitido en la representación dramática, su deseo inconsciente y hasta entonces reprimido sale a flote.
En su texto “recordar, repetir y reelaborar”, Freud dice que: “el analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa”. En este sentido es que debemos tomar lo que pasa en un sujeto con la escena dramática, lo que el sujeto visualiza en el escenario, no es más que una repetición, una repetición de su propia historia, de ahí que se encuentre en el escenario un conflicto semejante al propio. Llora cuando ve al protagonista dejar a su amada para partir a la guerra y posteriormente siente alegría intensa cuando después de grandes batallas, puede reencontrarse con ella de nuevo para ser felices. Así, el sujeto no puede hacer más que sentir un reavivamiento de sus propias mociones ambivalentes, de sus propios conflictos y sin embargo, no es consciente de lo que de verdad le sucede, no sabe con certeza porque llora con el sacrificio y el dolor del protagonista, o porque siente la misma felicidad cuando éste alcanza su más anhelado deseo.
El psicodrama aun siendo una técnica denominada como grupal, trabaja con subjetividades, y en tanto tal, pareciera que hay diversas situaciones que solo correspondieran a un sujeto y no a otro. Sin embargo, la práctica del psicodrama nos enseña que, muchas veces ese otro seleccionado por el protagonista pareciera no tener conflictos en esa situación, y aun así termina identificado ya sea con el conflicto protagónico o con otro conflicto suscitado por la escena, es decir, termina enfermándose bajo el reconocimiento de un conflicto latente propuesto en la escena, bajo lo cual hemos revelado el mecanismo de la repetición.
Podemos pensar que cada sujeto participante en psicodrama es a su vez espectador, protagonista y autor del drama. Es espectador en tanto está expuesto al discurso y la mirada de los otros y por tanto obtiene de ellos una respuesta. Es protagonista en tanto puede representar o repetir sus propias vivencias y de allí extraer un monto tanto de penar como de placer. Y finalmente es autor del drama, en tanto puede involucrar a otros es sus conflictos, válgase decir en sus guiones, que, si bien no es esa la intención, sí es un efecto secundario de exponerse como sujeto con un drama psicopatológico ante otros con uno semejante.
Como sujetos que somos, la angustia y el dolor por la pérdida nos acompaña y como psicodramatista, me pregunto cuál es el efecto de la representación en nuestras sesiones, y entonces siento como el juego es el camino que posibilita el que se le pueda dar salida tanto a la angustia, como al duelo.
El juego, nos va a permitir darle una razón y una medida a lo perdido, permitiendo que no todo el ser se pierda, sino algo que sea posible de intentar ser nombrado.
Freud lo dice con todas las letras cuando nos comenta que el niño solo puede perderse y perder al Otro en el juego. Solo jugando es que la pérdida vendrá con un dolor amortiguado. Un dolor que se amortigua gracias a la transferencia y al traspaso del afecto.
¿Cómo? Posibilitando la falta y por ende el deseo. No es empujándole al éxito es poniendo la alternativa del no éxito, simplemente como opción.
La paciente estaba angustiada ante la duda de matricularse o no, de la última asignatura que le quedaba y que ya hace algunos años desistió en aprobarla. Ahora, de nuevo le surge la idea de volver a matricularse y de nuevo le viene la angustia: “¿y si a mitad de curso vuelvo a abandonar…?”; el analista le responde que esa es una opción entre varias y que no debe descartarla; al principio la paciente se sorprende, ella esperaba un “seguro que puedes…”; pero lo que recibe es la opción de que a lo mejor no se puede… y estas palabras la desangustian.
Como todo juego, hay una cosa que lo condiciona, son sus reglas, todo juego tiene unas reglas, que pueden saltarse o no, pero las tiene y ellas serán las que le dan cualidad simbólica. Por otra parte, los bordes del juego funcionan como límite y protección frente al afuera del juego.
En el psicodrama, el paso de la narración al juego ya posibilita la función simbólica. Es un espacio constituido por tres espacios interrelacionados: el espacio del grupo o de la palabra donde la fragmentación da el paso a los rasgos singulares; el espacio de la representación, donde se da un recorte a la narración y donde salen a escena los afectos y el espacio del otro, con el cambio de roles y las elecciones, donde se da un nuevo corte que afecta a la pregnancia identificatoria y a la posición subjetiva en la escena. Todo este espacio psicodramático, está regido por normas y limites que delimitan el juego.
El juego abreacciona la intensidad de lo sentido en el acontecer, amortigua, hay una transferencia, y de esta manera el sujeto se adueña de la situación. Se hace agente de la situación. El juego está al servicio del dominio yoico, es decir, de la reintegración narcisista.
El juego pone al afecto a circular, en movimiento. Al mismo tiempo, permite ligar lo no ligado, porque es aquello que va construyéndole puentes al afecto, representantes representativos donde poder ir circulando. De hecho, psíquicamente podemos decir que llamamos juego a este movimiento de circulación. Hay juego cuando hay circulación afectiva y cuando hay construcción de representaciones para que el afecto circule.
Decíamos que el juego está al servicio de la separación, interrogando-se con relación a qué se era (y se es) en relación con el deseo del Otro, por eso hay una función analítica en jugar, porque justamente el sujeto construye sus versiones. Pero al mismo tiempo, se separa de eso; ese “ya no lo soy” es lo que permite dar una respuesta a la falta en el Otro.
El juego tiene la misma función que el duelo al nivel de la estructura, por eso es por lo que el trabajo del duelo y el trabajo del juego se articulan en la infancia. El juego permite, entonces, perder y perderse, amortiguando el dolor de dicha pérdida, salvaguardando al sujeto de la angustia que le conllevaría quedar atrapado en las fauces del goce del Otro.
El juego posibilita encontrar otras salidas; Hans (el caso de Freud) construye un juego que le permite afrontar la angustia. Después del episodio en el que el niño ve caer un caballo que patalea y cree que ha muerto, Hans se inventa un juego en el que él toma el rol de caballo, salta, corre y muerde al padre.
Freud comenta que Hans ha hecho un cambio de rol; él es el caballo y muerde al padre. Es decir, hace activamente lo que en realidad teme sufrir pasivamente: el ataque del padre. Y al mismo tiempo también realiza un deseo: atacar vengativamente al padre. Y todo esto se lo permite porque lo hace jugando.
El efecto de esta representación, posiblemente lo podemos ver ahí donde el padre comenta que últimamente viene observando cómo Hans lo desafía, sin embargo, ahora con alegría… “quizás porque ya no tiene miedo de mí/el caballo”.
Eran vísperas navideñas y paseaba con mi hija por el centro de la ciudad, pasábamos por delante de una tienda de juguetes y en el escaparate había un caballo. Entonces mi hija, se puso a llorar, demandaba furiosamente que quería ese caballo, mientras decía “yo nunca he tenido un caballo”; fue entonces cuando la subí a mi espalda e imitando el galope de un caballo y su relinchar, salí al trote por la gran avenida de Maisonave, mientras el llanto de mi hija se transformaba en gozo.